miércoles, 22 de junio de 2011

La asunción del ateísmo

La última sección es el núcleo de este artículo: presenta mi postura respecto de la existencia de Dios; en ella digo por qué digo que soy ateo. La primera sección es perfectamente omisible; es, como suelen ser mis primeras secciones, una presentación de algo que no tiene relación alguna con el tema central pero de alguna forma converge a él; en este caso, presento a un vecino (como rescatando la idea original de los weblogs). Luego vienen dos secciones que presentan unos apartados interesantes sobre teología, epistemología y lógica matemática, y dan sustento a la parte fundamental.

 

Un hombre tardíamente curioso

Vivo en un noveno piso, en un apartamento 802, y el vecino del 801, cuyo número de cédula tiene cinco dígitos, es un hombre curioso que de vez en cuando me invita a almorzar al centro para charlar de cosas varias. Me da la impresión de que su curiosidad empezó muy tarde. Es abogado. No tiene una pizca de elegancia para comer. Considero de buen augurio cuando sus calcetines juegan con su pantalón. Se deja crecer el pelo de un lado para peinárselo hacia el otro sobre la calva. Es religiosamente ateo: de la misma forma en que mi abuela repite frases evangélicas y tiene el alma llena de fervor cristiano, así él repite consignas marxistas y tiene los bolsillos llenos de apuntes contra Dios. (He de aclarar: no es marxista, ni nada parecido.) Cada vez que estamos charlando juntos con él, mi padre y yo nos miramos con picardía, preguntándonos cómo es que fue profesor universitario durante tantos años.

Hace preguntas de esas de las que la educación superior te inhibe cuando joven, porque si nadie las ha respondido luego de tantos años y tantos libros, un par de sujetos corrientes como mi padre y yo no podrán responderlas en una hora de visita, así haya más de cinco mil libros alrededor. Cosas como: «Y bueno, ¿cómo es esa vaina de los átomos? ¿Eso qué es?» Comprensivo como ateo sin dogma y paciente como maestro de toda la vida, mi padre se toma el tiempo de contarle lo que sabe sobre el tema, siempre con las respectivas referencias históricas y construcciones intelectuales. Saca un par de libros, lee unos fragmentos, hace memoria…

También gusta de preguntar por opiniones personales: «¿Qué piensas tú de la cosa esa de los curas pederastas?» Escucha atento lo que se le dice, pero siempre, en medio de la respuesta, como si jamás la hubiera esperado de verdad, aprovecha alguna idea mencionada para inquirir sobre otro tema. Entonces hay que decidir si continuar con la respuesta truncada y arriesgarse a que se acumulen más preguntas, o abandonar el discurso interrumpido (sobre el que, tal vez, volverá a preguntar luego) y atender el nuevo cuestionamiento. Varios amigos de la familia han sido víctimas de sus entrevistas, cuya forma pueril nos saca sonrisas, y nos entrena para las clases que vendrán.

Si no estoy equivocado, fue él quien un día formuló una pregunta cuya larga respuesta es resumida en la siguiente sección. Si no fue él, espero no haber perdido mi tiempo presentándolo; en todo caso, creo que resulta un personaje divertido.

 

La prueba de Dios

No recuerdo cuál fue exactamente la pregunta, pero la respuesta llevaba a contar la historia de la búsqueda de la prueba de la existencia de Dios (es en momentos como este cuando deseo que el español tenga caso genitivo). Hágale usted a mi padre cualquier pregunta sobre historia de la filosofía, y desde presócrates hasta el siglo XX va enlazando teoría tras teoría, paradigma tras paradigma, con todo detalle.

El primer momento de la historia de la búsqueda de… (eso) es, desde luego, la prueba de Aristóteles por medio de la Causa Primera. Una cosa prácticamente indiscutible, si no se percibe la petición de principio, que fue afianzada más tarde por Santo Tomás de Aquino. La cosa es sencilla: todo lo que se mueve, se mueve porque algo lo mueve. Pero no puede ser que haya una cadena infinita de causas motoras; necesariamente hay una que se mueve por sí misma y da el primer empuje a las cadenas. A esa cosa que se mueve sola la llamamos Dios. No sobra recordar que para Aristóteles el significado de movimiento va más allá de un asunto espacial.

También está la prueba de San Anselmo de Canterbury. Después de definir a Dios como «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», supone que exista sólo en el pensamiento y no en la realidad. Pero una cosa que existe en el pensamiento y en la realidad es claramente mayor que una que solo existe en el pensamiento, luego Dios, como solo pensamiento, no sería «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», y por lo tanto también existe en la realidad. No es difícil ver los problemas formales de definición que tiene esta prueba.

Luego viene la prueba de Descartes, hermosa pero llena de críticas. Intento dudar de todo lo que pueda y descubro que, puesto que dudo, no puedo dudar de mí mismo. Luego yo existo, al menos como una cosa que piensa. Para existir necesito provenir de algo mayor o igual que yo y que cualquier individuo que yo pueda llegar a ser. Si puedo llegar a ser sumamente bueno, o tener todas las cualidades en grado muy alto, aquello de lo que provengo ha de tener todas las cualidades en un grado más alto todavía, uno máximo, infinito. A esa cosa que acoge todas las cualidades en su máxima expresión, y que existe porque yo existo y pienso y cambio, la llamo Dios.

Hay varias otras. (Y a pesar de estos hermosos argumentos para afirmar que Dios existe, la gente utiliza la Biblia. Sí, es un gran texto, pero apoyo el trino de Alberto Montt: "Querer demostrar la existencia de Dios citando la Biblia es como probar la de Supermán con un cómic.")

 

Actos de fe

En todo caso, ninguna de esas pruebas me convence. Sobre todo porque, saliendo de los discursos teológicos, hay otros textos que se han metido con mis convicciones sobre lo existente. Y más que sobre las convicciones mismas, se han metido con la forma de esas convicciones.

Durante el primer semestre de 2010 tuve bastante relación con la epistemología de la ciencia. Por un lado, inscribí un curso llamado Epistemología de las Ciencias Naturales. Por otro, fui monitor de un curso llamado Metodología de la Investigación I, que en su primera parte trataba el tema. Y por otros lados me llegó más información. Luego de Bacon y Descartes venían Berkeley y Hume. En suma, sus discursos me hicieron rondar la idea de que nunca podemos estar seguros de cuál es la “verdadera realidad”. Y respecto de esto hay un cuento muy bonito, Las gafas de Pigamalión, escrito por un señor gringo Stanley con el insensato y sibarita apellido Weinbaum (árbol de vino).

Y si el discurso filosófico no es suficiente; si los textos de Berkeley, Hume y otros resultan demasiado etéreos en términos de rigor lingüístico, no os preocupéis: existe la prueba formal. Un señor llamado Kurt Gödel, que tenía una creatividad tan grande e impactante como los labios de Carlos Ariel Sánchez, demostró matemáticamente lo que se puede resumir en esta frase: Toda teoría es un acto de fe.

En realidad, la cosa es un poco más complicada, pero no mucho. Si un sistema puede “entender” los números naturales (0, 1, 2, 3,…), entonces existe algo que ese sistema no puede probar ni refutar. Más interesante todavía: si tal sistema es consistente, es decir, si no se contradice, entonces no puede probar su propia consistencia; no puede probar que no se contradice. Lo que nos deja con el sinsabor de desconocer si la teoría con la que estamos trabajando se contradice o no: si no lo hace, no podemos verificarlo. Y, por supuesto, si podemos verificarlo, entonces sí se contradice.

En el párrafo anterior podemos entender sistema de muchas formas: como teoría científica, como corriente filosófica, como ideología e, incluso, como religión. El caso es que pueda en ella entenderse el conjunto de los números naturales. O sea que es cosa de fe creer si Dios existe o no (toda religión comporta cronología, luego entiende los números naturales). Pero lo es también creer en el big bang, o en la química cuántica. O en cualquier ideología política, como es ben sabido.

 

La asunción

En resumen, considero que cualquier creencia religiosa es indemostrable: eso es lo que se llama agnosticismo, y yo, en rigor, vengo siendo agnóstico. Entonces se me presentan tres opciones: a) dejar así, como un agnóstico en todo el sentido de la palabra; b) asumir que Dios existe y vivir en concordancia con ello, o c) asumir que Dios no existe y vivir en concordancia con ello. Son tres las razones principales por las cuales me siento más cómodo con la tercera opción, y digo que soy ateo:

1. Esta es la razón más débil de todas, porque personajes como Stalin y Mao son grandes contraargumentos. Además, es la más clichesuda y señoritera de todas las justificaciones para el ateísmo. Se trata, cómo no, de la cantidad de guerras, masacres, desastres y persecuciones debidas al fanatismo religioso de muchos. Lo de siempre: las cruzadas, la inquisición, el terrorismo de Al Qaeda…

A esto le añado el hecho de que Dios, de existir, sería un tipo de lo más cruel e injusto, como lo muestran la pobreza y el hambre de más de un montón de gente. Son razones como las que aduce el señor Dross, que a punta de fanatismo ateo ha ganado seguidores, y detractores, cómo no. Pero Dross falla en su tesis: dice que tales actos prueban la inexistencia de Dios. Y eso no tiene sentido.

2. Hay decisiones grandes que se toman para, con base en ellas, tomar decisiones futuras. Yo decidí que las buenas decisiones de esa clase son las que permiten liberar a las decisiones futuras de la mayor cantidad posible de condicionamientos. Y, claro, si decido que no hay un juez supremo que sopese mis acciones, entonces soy más libre de decidir.

3. Supongamos que tomara la opción b y asumiera que Dios sí existe. Entonces, tendría que escoger cuál es el dios que existe: ¿b1) Alá, b2) Yahvé, b3) Baal? ¿Por qué sólo uno? ¿Por qué no dos, tres, siete, b4) el panteón griego, b5) el escandinavo? ¿Por qué no b6) el animismo, y que cada cosa existente sea un dios? Ante esta ramificación infinita prefiero no complicarme. Para asumir un dios hay que decidir cuál. Negarlos a todos es más práctico. Y la historia de cada uno de ellos me parece tan rebuscada como la de cualquier otro. ¿O qué es menos fantástico, un tipo que hace diluvios y castiga con plagas e infanticidio masivo, o uno que lanza rayos y castiga con cargar una piedra eternamente? (El segundo es, al menos, más pedagógico.)

Entiendo que otras personas se sientan más cómodas asumiendo que existe algún dios, para sentirse protegidas, acompañadas o por algún otro motivo. Yo, que conservo otros amigos imaginarios y tengo varios reales, no siento esa necesidad.

En todo caso, hay muchas religiones y creencias ateas, como el budismo, tan puro, o la ciencia, tan contradictoria. Entre ellas también hay que elegir alguna. Que me incline por la segunda puede ser un simple asunto de moda (!).

 

Bibliografía

  • Santo TOMÁS de Aquino. Suma contra los gentiles. Editorial Porrúa S. A. México D. F., 1991. Traducción por Carlos Ignacio González, S. J.
  • San ANSELMO. Proslogión. Ediciones Orbis S. A. Buenos Aires, 1984. Traducción del latín por Manuel Fuentes Benot.
  • DESCARTES, René. Discurso del método. Grupo Editorial Norma. Bogotá, 1992. Traducción del latín por Jorge Aurelio Díaz A.
  • HUME, David. Investigación sobre el entendimiento humano. Grupo Editorial Norma. Bogotá, 1995. Traducción del inglés por Magdalena Holguín.
  • (No logro precisar el texto de Berkeley. Creo que es el Tratado sobre los principios del entendimiento humano. De hecho, parece la única opción. Pero, insisto, no logro precisarlo, ni lo voy a releer a estas alturas del artículo.)