miércoles, 28 de agosto de 2013

De la influencia ejercida por los Lidenbrock

Hace un par de horas irrumpí en la estación Museo Nacional, que aún no se inaugura. En términos más coloquiales, me colé. Pero la historia empieza un poco más atrás. Los impacientes pueden saltar al párrafo estrellado y luego leer los preámbulos.

Tal vez fue en séptimo u octavo grado cuando comencé a leer Viaje al centro de la Tierra. Cuando Axel se perdió, desesperanzado, en las galerías subterráneas previas al encuentro del mar interno, también se perdió, durante una clase de educación física, mi ejemplar de la novela. No la retomé hasta hace unos días; ya me quedan tres capítulos para terminar, y ha sido fascinante. He creído que lo que quiero contar merece que pause por un rato.

La universidad ha estado cerrada ayer y hoy; a falta de clase y porque me levanté temprano a desayunar con Daniel y Santiago (dos grandes amigos míos que se quedaron en casa anoche), decidí hacer lo que llamo un día biblioteca: No toco ningún aparato electrónico; tomo un libro, y eventualmente la lectura me llevara a consultar otro; cada lectura me lleva a una nueva, y sigo la cadena hasta que el sueño me venza o llegue otro compromiso, interrumpiéndome solo para ir al baño y comer. La última vez que lo hice pasé de Canetti a Broch, luego —inevitablemente— a Virgilio, y no recuerdo a qué más cosas. Huelga decir que vivo en una biblioteca.

Antes de levantarme tuve un sueño evidentemente creado bajo el influjo de Verne: me convertía en un aventurero que recorría el mundo en busca de las maravillas que aparecen en los libros, pero no como turista, sino como explorador. Me regocijaba al contemplar unas ruinas mongolas cubiertas de flores rojizas que no sé si existen pero que se veían tal y como las había visto en un libro que jamás he consultado. Todo el día estuve pensando en mi rechazo al turismo, que arruina la aventura; ¿para qué un guía que cuente la historia en su sitio, si existen los libros? Los sitios son para vivirlos.

Hoy comencé —¿o debo decir seguí?— con Viaje al centro de la Tierra, y las lecturas que se desprendieron de allí fueron todas académicas, para aclararme el lenguaje técnico tan preciso del autor. Fueron mencionados el ictiosaurio y el plesiosaurio; del primero encontré sin dificultad una imagen en una enciclopedia temática, que mencionaba al segundo pero no lo mostraba; busqué en vano una lámina en otro libro, u otro libro que pudiera contener una. También me enteré de qué es el fuego de San Telmo. Se habló de los periodos cuaternario y terciario, del plioceno…, y mi ignorancia (o mi olvido) sobre las edades de la Tierra me hizo abrir una revista especial editada por Muy Interesante —que incidentalmente se llama Muy Especial— con el título Historia de la Tierra: Del big bang al origen de la vida en nuestro planeta. Estaba ya influyendo el magma en la conformación de la corteza cuando llego la hora de salir a otro compromiso.

Una amiga, aún ignoro por qué, se acordó de mí al ver cortos de Crimen con vista al mar, una película colombo-española recién estrenada que pinta de buena talla, porque la produce el mismo que produjo El secreto de sus ojos. Habíamos quedado de ir a verla esta noche, a las siete y veinte, y de encontrarnos a las siete; llegué un par de minutos antes. La misma clase de evento que mantiene cerrada mi universidad tenía bloqueadas las vías cercanas a la Universidad Pedagógica Nacional, por donde ella debía pasar para encontrarse conmigo, y en un mensaje de texto me dio a entender que no llegaría. Decidí, en todo caso, sentarme a proseguir con mi lectura. Me encontré por alegre casualidad con Óscar Donato, profesor joven de filosofía en la Universidad Libre que, tras haber sido alumno de mi padre, se convirtió en gran amigo de la familia, como ha sucedido con varias personas; calificó de delito el leer tan placenteramente como lo hacía yo en ese momento.

*A las ocho, luego de un par de capítulos vertiginosos, comencé el regreso a casa, a pie. El camino que tomo atraviesa el Parque Central Bavaria y los barrios Teusaquillo y La Soledad, y por lo tanto es forzoso acercarse al Museo Nacional. La estación de TransMilenio que lleva su nombre y queda frente a él, bajo tierra, no ha sido inaugurada; quise acercarme inocentemente a ver cómo era la parte externa. Encontré la puerta de seguridad entreabierta, bajo ella un espacio de unos cuarenta centímetros por donde cabía perfectamente todo mi cuerpo. Pensé en solo agacharme a mirar. Ante la soledad manifiesta e impelido por el espíritu aventurero de Axel y el profesor Lidenbrock, no dudé de nuevo y me deslicé al interior de la estación.

Estaba desierta. A cada extremo del subterráneo se levanta una bóveda de entrada, y una escalera recta y una rampa circular permiten el descenso; bajé por la escalera sur y recorrí, lento y emocionado, todo el trayecto en línea recta hacia el norte. Me sentía dueño del lugar y dueño de mis recorridos; recordé mi repulsión al turismo dirigido y me dije que ese es el tipo de cosas que quiero hacer, pero en todo el mundo y en los lugares más místicos. Recordé mis excursiones por rincones perdidos de la universidad, en el sótano de la biblioteca (antes y después de la remodelación), en el colegio de noche, en el bosque de biología… Creí ver en el túnel los minerales y formaciones rocosas que Axel y su tío vieron en las entrañas del planeta. Sentí vértigos de sola emoción. Tuve el ligero temor de que la abertura por la que entré fuera cerrada, pero el paso de un bus abrió por accidente las puertas laterales, y junto con el hecho de que había luz eléctrica plena me dije que en cualquier caso podría salir por allí, presionando el botón de apertura de emergencia.

La entrada norte tenía la puerta de seguridad abierta casi del todo y un guardia de seguridad con el acento ‘ñero que suele caracterizarlos la vigilaba. Me vio. Antes de que dijera cualquier cosa, tomé la autoridad a la vez que cedía a lo inevitable y le dije «Sí, ya salgo». Me preguntó que hacía adentro, cómo entré, por dónde; a todo respondí con calma sin dejar de caminar, como si el hombre fuera un transeúnte que me pregunta por el clima o la hora. Me alejé, atravesé el Parque Central Bavaria y los barrios Teusaquillo y La Soledad, y llegué a casa.

Laurita, mi hermana, me acaba de hacer notar la injuria que he cometido. ¡No bailé dentro de la estación!