miércoles, 3 de agosto de 2011

Prólogo para una historia en la montaña

Esto lo publico como una promesa. La grabación ya está hecha y ya comencé a transcribir. Se trata del prólogo a un cuento que soñé. Y no le voy a hacer más prólogo a un prólogo.


Es evidente que en este cuento, basado en un sueño tenido el 3 de agosto de 2011 en algún lapso entre las dos y las cinco de la mañana, hay influencia de muchas historias que he seguido recientemente. Específicamente he logrado identificar: El Señor de las moscas de William Golding; el tercer capítulo de Lie to Me; el cuento La isla de Proteo de Stanley G. Weinbaum; el famoso retrato de Ernest Hemingway; los white walkers y otros escenarios de la serie Game of Thrones; los adelantos del capítulo de CSI New York que se estrena la semana correspondiente a la fecha referida arriba; la película El club de la pelea; escenas de la película La loba de las S.S.; la reciente afición de mi hermano Manuel por la serie de películas Saw; la película Wanted y sobre todo lo leído a su respecto; varios sueños anteriores, todos de hace bastante tiempo pero releídos o vueltos a escuchar en grabación hace poco, o similares a los leídos y escuchados: aquel en el que de repente los seres humanos podemos, todos, volar (transcrito en otro documento); el de la mujer blanca que se salva de morir en la guerra porque hace pasar a un niño negro por su hijo y luego lo cría en las montañas (transcrito en otro documento); aquel de ciudades pequeñas en una montaña, una de las cuales es sagrada y habitada y custodiada por amerindios del norte; varios más que se desarrollan volando o corriendo o buceando o cayendo entre valles y montañas y ríos (hermosos y emocionantes todos). Estas y otras referencias han contribuido a construir tanto la trama, tan perfectamente entretejida, como los escenarios, tan hermosos.
También destaco el hecho de que el sueño fue lo suficientemente lúcido para permitirme la consciencia de que se trataba de un sueño y lo suficientemente opaco para permitirme intervenir únicamente con el esfuerzo de voluntad para que concluyera por sí solo. En cuanto desperté, cerca de las cinco, lamenté que Ligia, mi grabadora de voz, tuviera las baterías descargadas, y no tardé en pedirle a mi mamá que me prestara la suya con actitud afanosa y emocionada.
A pesar de que el sueño, cuando sucedió, parecía tener todas las piezas encajadas, me he visto en la necesidad de cambiar unas cuantas relaciones entre personajes, y añadir unos cuantos sucesos (pequeños y explicativos, como el reporte del sobrino de Horacio o la función del diamante) y unos diálogos que explican por medio de los culpables del misterio que envuelve la historia lo que en el sueño entendí atando cabos.
Horacio Escarte es un nombre que le puse después al personaje que lo lleva; en la versión del sueño llevaba un nombre en inglés que fui incapaz de recordar. Lo sucedido en casa de Horacio con respecto a la televisión no es relevante para el cuento; es más, no estoy seguro siquiera de si sucedió en ese momento o en un sueño inmediatamente anterior. Lo incluyo, en todo caso, para ponerle un poco más de morbo al relato. También la aparición del nombre de Cristóbal Colón es irrelevante, pero me pareció una curiosidad mencionable, y quería conservar todo lo posible y consecuente del sueño original.
El cuento está dividido en cinco secciones y podría bien terminar en cuanto termina la cuarta; hecho así, el final es más escueto, abrupto, misterioso, incluso abierto. Sin embargo, en el sueño, aunque sentí que ahí sucedía el desenlace crucial, hubo escenas adicionales; la quinta sección las contiene en una especie de final alternativo (que no es tanto alternativo como definitivo, porque sucede cronológicamente después de la cuarta sección y concluye más cosas) que trae una abrupción de otra naturaleza y unas breves tramas de más. El lector, si así lo desea, puede llegar hasta la cuarta sección y jamás leer lo que sigue, o leerlo tiempo después. En rigor, el lector, si así lo desea, puede no leer más a partir de ahora. Yo lo invito a seguir.

miércoles, 22 de junio de 2011

La asunción del ateísmo

La última sección es el núcleo de este artículo: presenta mi postura respecto de la existencia de Dios; en ella digo por qué digo que soy ateo. La primera sección es perfectamente omisible; es, como suelen ser mis primeras secciones, una presentación de algo que no tiene relación alguna con el tema central pero de alguna forma converge a él; en este caso, presento a un vecino (como rescatando la idea original de los weblogs). Luego vienen dos secciones que presentan unos apartados interesantes sobre teología, epistemología y lógica matemática, y dan sustento a la parte fundamental.

 

Un hombre tardíamente curioso

Vivo en un noveno piso, en un apartamento 802, y el vecino del 801, cuyo número de cédula tiene cinco dígitos, es un hombre curioso que de vez en cuando me invita a almorzar al centro para charlar de cosas varias. Me da la impresión de que su curiosidad empezó muy tarde. Es abogado. No tiene una pizca de elegancia para comer. Considero de buen augurio cuando sus calcetines juegan con su pantalón. Se deja crecer el pelo de un lado para peinárselo hacia el otro sobre la calva. Es religiosamente ateo: de la misma forma en que mi abuela repite frases evangélicas y tiene el alma llena de fervor cristiano, así él repite consignas marxistas y tiene los bolsillos llenos de apuntes contra Dios. (He de aclarar: no es marxista, ni nada parecido.) Cada vez que estamos charlando juntos con él, mi padre y yo nos miramos con picardía, preguntándonos cómo es que fue profesor universitario durante tantos años.

Hace preguntas de esas de las que la educación superior te inhibe cuando joven, porque si nadie las ha respondido luego de tantos años y tantos libros, un par de sujetos corrientes como mi padre y yo no podrán responderlas en una hora de visita, así haya más de cinco mil libros alrededor. Cosas como: «Y bueno, ¿cómo es esa vaina de los átomos? ¿Eso qué es?» Comprensivo como ateo sin dogma y paciente como maestro de toda la vida, mi padre se toma el tiempo de contarle lo que sabe sobre el tema, siempre con las respectivas referencias históricas y construcciones intelectuales. Saca un par de libros, lee unos fragmentos, hace memoria…

También gusta de preguntar por opiniones personales: «¿Qué piensas tú de la cosa esa de los curas pederastas?» Escucha atento lo que se le dice, pero siempre, en medio de la respuesta, como si jamás la hubiera esperado de verdad, aprovecha alguna idea mencionada para inquirir sobre otro tema. Entonces hay que decidir si continuar con la respuesta truncada y arriesgarse a que se acumulen más preguntas, o abandonar el discurso interrumpido (sobre el que, tal vez, volverá a preguntar luego) y atender el nuevo cuestionamiento. Varios amigos de la familia han sido víctimas de sus entrevistas, cuya forma pueril nos saca sonrisas, y nos entrena para las clases que vendrán.

Si no estoy equivocado, fue él quien un día formuló una pregunta cuya larga respuesta es resumida en la siguiente sección. Si no fue él, espero no haber perdido mi tiempo presentándolo; en todo caso, creo que resulta un personaje divertido.

 

La prueba de Dios

No recuerdo cuál fue exactamente la pregunta, pero la respuesta llevaba a contar la historia de la búsqueda de la prueba de la existencia de Dios (es en momentos como este cuando deseo que el español tenga caso genitivo). Hágale usted a mi padre cualquier pregunta sobre historia de la filosofía, y desde presócrates hasta el siglo XX va enlazando teoría tras teoría, paradigma tras paradigma, con todo detalle.

El primer momento de la historia de la búsqueda de… (eso) es, desde luego, la prueba de Aristóteles por medio de la Causa Primera. Una cosa prácticamente indiscutible, si no se percibe la petición de principio, que fue afianzada más tarde por Santo Tomás de Aquino. La cosa es sencilla: todo lo que se mueve, se mueve porque algo lo mueve. Pero no puede ser que haya una cadena infinita de causas motoras; necesariamente hay una que se mueve por sí misma y da el primer empuje a las cadenas. A esa cosa que se mueve sola la llamamos Dios. No sobra recordar que para Aristóteles el significado de movimiento va más allá de un asunto espacial.

También está la prueba de San Anselmo de Canterbury. Después de definir a Dios como «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», supone que exista sólo en el pensamiento y no en la realidad. Pero una cosa que existe en el pensamiento y en la realidad es claramente mayor que una que solo existe en el pensamiento, luego Dios, como solo pensamiento, no sería «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», y por lo tanto también existe en la realidad. No es difícil ver los problemas formales de definición que tiene esta prueba.

Luego viene la prueba de Descartes, hermosa pero llena de críticas. Intento dudar de todo lo que pueda y descubro que, puesto que dudo, no puedo dudar de mí mismo. Luego yo existo, al menos como una cosa que piensa. Para existir necesito provenir de algo mayor o igual que yo y que cualquier individuo que yo pueda llegar a ser. Si puedo llegar a ser sumamente bueno, o tener todas las cualidades en grado muy alto, aquello de lo que provengo ha de tener todas las cualidades en un grado más alto todavía, uno máximo, infinito. A esa cosa que acoge todas las cualidades en su máxima expresión, y que existe porque yo existo y pienso y cambio, la llamo Dios.

Hay varias otras. (Y a pesar de estos hermosos argumentos para afirmar que Dios existe, la gente utiliza la Biblia. Sí, es un gran texto, pero apoyo el trino de Alberto Montt: "Querer demostrar la existencia de Dios citando la Biblia es como probar la de Supermán con un cómic.")

 

Actos de fe

En todo caso, ninguna de esas pruebas me convence. Sobre todo porque, saliendo de los discursos teológicos, hay otros textos que se han metido con mis convicciones sobre lo existente. Y más que sobre las convicciones mismas, se han metido con la forma de esas convicciones.

Durante el primer semestre de 2010 tuve bastante relación con la epistemología de la ciencia. Por un lado, inscribí un curso llamado Epistemología de las Ciencias Naturales. Por otro, fui monitor de un curso llamado Metodología de la Investigación I, que en su primera parte trataba el tema. Y por otros lados me llegó más información. Luego de Bacon y Descartes venían Berkeley y Hume. En suma, sus discursos me hicieron rondar la idea de que nunca podemos estar seguros de cuál es la “verdadera realidad”. Y respecto de esto hay un cuento muy bonito, Las gafas de Pigamalión, escrito por un señor gringo Stanley con el insensato y sibarita apellido Weinbaum (árbol de vino).

Y si el discurso filosófico no es suficiente; si los textos de Berkeley, Hume y otros resultan demasiado etéreos en términos de rigor lingüístico, no os preocupéis: existe la prueba formal. Un señor llamado Kurt Gödel, que tenía una creatividad tan grande e impactante como los labios de Carlos Ariel Sánchez, demostró matemáticamente lo que se puede resumir en esta frase: Toda teoría es un acto de fe.

En realidad, la cosa es un poco más complicada, pero no mucho. Si un sistema puede “entender” los números naturales (0, 1, 2, 3,…), entonces existe algo que ese sistema no puede probar ni refutar. Más interesante todavía: si tal sistema es consistente, es decir, si no se contradice, entonces no puede probar su propia consistencia; no puede probar que no se contradice. Lo que nos deja con el sinsabor de desconocer si la teoría con la que estamos trabajando se contradice o no: si no lo hace, no podemos verificarlo. Y, por supuesto, si podemos verificarlo, entonces sí se contradice.

En el párrafo anterior podemos entender sistema de muchas formas: como teoría científica, como corriente filosófica, como ideología e, incluso, como religión. El caso es que pueda en ella entenderse el conjunto de los números naturales. O sea que es cosa de fe creer si Dios existe o no (toda religión comporta cronología, luego entiende los números naturales). Pero lo es también creer en el big bang, o en la química cuántica. O en cualquier ideología política, como es ben sabido.

 

La asunción

En resumen, considero que cualquier creencia religiosa es indemostrable: eso es lo que se llama agnosticismo, y yo, en rigor, vengo siendo agnóstico. Entonces se me presentan tres opciones: a) dejar así, como un agnóstico en todo el sentido de la palabra; b) asumir que Dios existe y vivir en concordancia con ello, o c) asumir que Dios no existe y vivir en concordancia con ello. Son tres las razones principales por las cuales me siento más cómodo con la tercera opción, y digo que soy ateo:

1. Esta es la razón más débil de todas, porque personajes como Stalin y Mao son grandes contraargumentos. Además, es la más clichesuda y señoritera de todas las justificaciones para el ateísmo. Se trata, cómo no, de la cantidad de guerras, masacres, desastres y persecuciones debidas al fanatismo religioso de muchos. Lo de siempre: las cruzadas, la inquisición, el terrorismo de Al Qaeda…

A esto le añado el hecho de que Dios, de existir, sería un tipo de lo más cruel e injusto, como lo muestran la pobreza y el hambre de más de un montón de gente. Son razones como las que aduce el señor Dross, que a punta de fanatismo ateo ha ganado seguidores, y detractores, cómo no. Pero Dross falla en su tesis: dice que tales actos prueban la inexistencia de Dios. Y eso no tiene sentido.

2. Hay decisiones grandes que se toman para, con base en ellas, tomar decisiones futuras. Yo decidí que las buenas decisiones de esa clase son las que permiten liberar a las decisiones futuras de la mayor cantidad posible de condicionamientos. Y, claro, si decido que no hay un juez supremo que sopese mis acciones, entonces soy más libre de decidir.

3. Supongamos que tomara la opción b y asumiera que Dios sí existe. Entonces, tendría que escoger cuál es el dios que existe: ¿b1) Alá, b2) Yahvé, b3) Baal? ¿Por qué sólo uno? ¿Por qué no dos, tres, siete, b4) el panteón griego, b5) el escandinavo? ¿Por qué no b6) el animismo, y que cada cosa existente sea un dios? Ante esta ramificación infinita prefiero no complicarme. Para asumir un dios hay que decidir cuál. Negarlos a todos es más práctico. Y la historia de cada uno de ellos me parece tan rebuscada como la de cualquier otro. ¿O qué es menos fantástico, un tipo que hace diluvios y castiga con plagas e infanticidio masivo, o uno que lanza rayos y castiga con cargar una piedra eternamente? (El segundo es, al menos, más pedagógico.)

Entiendo que otras personas se sientan más cómodas asumiendo que existe algún dios, para sentirse protegidas, acompañadas o por algún otro motivo. Yo, que conservo otros amigos imaginarios y tengo varios reales, no siento esa necesidad.

En todo caso, hay muchas religiones y creencias ateas, como el budismo, tan puro, o la ciencia, tan contradictoria. Entre ellas también hay que elegir alguna. Que me incline por la segunda puede ser un simple asunto de moda (!).

 

Bibliografía

  • Santo TOMÁS de Aquino. Suma contra los gentiles. Editorial Porrúa S. A. México D. F., 1991. Traducción por Carlos Ignacio González, S. J.
  • San ANSELMO. Proslogión. Ediciones Orbis S. A. Buenos Aires, 1984. Traducción del latín por Manuel Fuentes Benot.
  • DESCARTES, René. Discurso del método. Grupo Editorial Norma. Bogotá, 1992. Traducción del latín por Jorge Aurelio Díaz A.
  • HUME, David. Investigación sobre el entendimiento humano. Grupo Editorial Norma. Bogotá, 1995. Traducción del inglés por Magdalena Holguín.
  • (No logro precisar el texto de Berkeley. Creo que es el Tratado sobre los principios del entendimiento humano. De hecho, parece la única opción. Pero, insisto, no logro precisarlo, ni lo voy a releer a estas alturas del artículo.)

martes, 10 de mayo de 2011

Rareza de rarezas

Las tiendas

Cierto jueves (8 de julio de 2010, lo recuerdo bien) iba yo caminando hacia el centro de Bogotá, subiendo por la avenida calle 19. A la altura de la carrera 15 ó 16, encontré el almacén más extraño que he visto: no vendían nada. Sin embargo, estaba abierto, exhibido, como si esperara la llegada de cualquier cliente; y era grande, bastante grande. Sucedió de esta forma: Iba yo, desde luego, de occidente a oriente, y de repente vi a mi derecha una fachada de portones de vidrio, puertas corredizas abiertas, tras la cual se veía un mostrador; era uno de esos mostradores de tienda cuyo diseño favorece confusiones: vidrio por ambos lados, cerrado al frente, puertecillas deslizantes atrás y el diálogo:

—Yo quiero de estas galletas.

—¿De cuáles?

—Éstas, las que están aquí —el cliente las indica golpeando con un dedo el vidrio que de ellas lo separa. Entonces el vendedor se ve en un dilema. Si se asoma por encima del mostrador para intentar ver qué galletas golpea el cliente, va a parecer una persona tosca y de mal gusto; pero si no se asoma e intenta adivinar por el sonido, o por la distribución, o por el tipo de vibraciones que se producen en el escaparate, muy probablemente tendrá que hacer varios intentos, mostrándose como un desconocedor de su negocio. Al fin resuelve:

—¿Cómo se llaman?

—Ay, no sé, la etiqueta está del otro lado —«¡Carajo!», piensa el vendedor. Y de alguna forma termina resolviéndose el problema.

—¿Éstas?

—No, más a la derecha… Ay, perdón, a la izquierda… Sí, ésas. Gracias.

Este mostrador que vi escapaba de esos problemas. Estaba vacío. Me extrañé, pero noté que el almacén era más grande; entonces observé la siguiente vitrina. También estaba vacía. Enfoqué, para ahorrarme pasos, un plano general. El almacén era realmente grande, y tenía, ordenadas en filitas y columnas en toda su extensión, con pasillos intermedios para el tránsito, por lo menos unas cuarenta vitrinas de diversas formas y colores. ¡Pero todas estaban vacías! Es la tienda más rara que he visto…

Y mi hermana menor me cuenta que una vez vio otra tienda en la que no vendían nada. Había un montón de maniquíes, todos desnudos. Algo pasa con el comercio en este país…

El libro

Y si estas dos tercas tiendas no son suficientemente extrañas, veamos qué sucede con esta otra anécdota, que ya no tiene que ver conmigo ni con mi familia. Tiene que ver, digamos, con las bocas de los tuáregs (un pueblo nómada africano, según Google); y si es incómodo en occidente que las musulmanas tengan que taparse la cara, he aquí la contraparte:
«397. Los tuáregs (…) consideran tabú la boca, pero solo la de los hombres. De ahí el velo, el litham, que éstos llevan siempre delante de la boca y que no se quitan ni aun para comer en presencia de su esposa.»
¿Y qué tal esta inverosimilitud, que muestra que además de estancar a la física por siglos, muchas otras cosas se pueden lograr con el solo renombre?:
«1108. Aristóteles, uno de los grandes sabios que han existido, afirmaba que la mosca doméstica común tiene cuatro patas. Este hecho, de por sí, carece de importancia, pero la afirmación de Aristóteles fue repitiéndose libro tras libro hasta mediados del siglo pasado [s. XVIII], a pesar de lo fácil que es para cualquiera comprobar que dicha mosca tiene seis patas.»
Un día, organizando libros en la sala, más específicamente la sección de diccionarios, mi padre me mostró un libro del que yo nunca me había percatado: el Diccionario ilustrado de Rarezas, Inverosimilitudes y Curiosidades (DRIC), que es, en sí mismo, toda una rareza, una inverosimilitud y, sobre todo, toda una curiosidad.

Ese mismo día lo ojeé divertido un rato. Desde entonces, lo saco y lo miro de vez en cuando. Sobre todo cuando quiero buscar algo corto e interesante para este artículo, que está en proyecto desde hace mucho tiempo. Ahora mismo lo tengo abierto sobre el escritorio, y tras la infructuosa búsqueda de un colofón, me dispongo a dar sus referencias:

La recopilación de datos, su organización y su redacción en estilo decimonónico tardío fueron labor de Vicente Vega. Debajo de “Editorial Gustavo Gili, S. A.”, pone “Barcelona (15) - Rosellón, 87-89” (la dirección, adivino), y más abajo, “MCMLXII”; así de viejo será el libro que está fechado en números romanos. Esta que tengo es la segunda edición, cuya portada presento:

DRIC portada

Las anécdotas

En un curioso orden alfabético, las anécdotas están organizadas según el tema del que tratan, y van numeradas de corrido, desde 1 hasta 3208; aquellas que provienen de otra publicación están acompañadas de la respectiva referencia (a veces más larga que la anécdota misma). Por ejemplo, la de los tuáregs está en el apartado Boca, y la de Aristóteles en Error. Y digo que es un orden curioso porque la primera pudo bien haber estado en Censura como la segunda en Mosca, y acabo de corroborar que ambos apartados existen. En Censura aparecen contradicciones como ésta:
«602. No obstante que Méhul habíase convertido en el músico oficial de la Revolución francesa, le fue prohibida su ópera Mélidore et Phrosine, que tiene por tema un incesto, alegando que el texto «no era de tendencia netamente republicana», que «la palabra libertad no aparecía ni una sola vez». Acto seguido el sagrado vocablo fue insertado a intervalos en el texto, los censores se calmaron, la obra fue estrenada y la cabeza de Méhul quedó a salvo.»
Y en Mosca, desgracias como ésta:
«1970. (…) a 15 de septiembre de 1956 (…) en la prueba Marathon de los Juegos Olímpicos, celebrada en Coventry, la esperanza británica para dicha prueba, Ron Clark, en una carrera en ruta, se tragó una mosca. Esto le hizo detenerse algún tiempo, siendo rebasado por Basil Heathley, que así consiguió clasificarse el primero. Clark llegó a la meta 53 segundos después del vencedor.»
Obsérvese el anticuado uso del gerundio en “siendo rebasado”; en un texto actual eso se considera chocante, de mal gusto, incluso incorrecto. Voy a poner unas cortas.

Esta no me la creo. En Cerdo: «611. Todos los cerdos que hay actualmente en América son los descendientes de ocho cochinos que Cristóbal Colón llevó al nuevo mundo, sin duda compadecido al observar que los indígenas desconocían el jamón…»

La del año de mi luz, por dármelas de egocéntrico. En Muerte (pena de): «1989. La última ejecución pública en Inglaterra fue el 28 de marzo de 1866.»

La del fin del mundo, en Museos: «2012. En todos los museos de Nueva York es gratuita la entrada.»

Una por encima del tres mil, en Vals: «3131. Ante la loca pasión de la sociedad vienesa por el vals, un edicto imperial, publicado el 18 de marzo de 1785, prohibió en la Corte esta clase de baile.»

Y una al azar, escogida por medio de la opción Página aleatoria de Wikipedia; me llevó al artículo Isla Gezira, y del apartado Isla traigo esta curiosidad: «1666. A lo largo de la costa escocesa de Fife, hacia Kirkcaldy, se halla la estación balnearia de Burntisland, cuyo nombre significa «isla quemada», y que no tiene nada de quemada, ni es una isla.»

La promesa

No puedo, desde luego, copiar acá todas las entradas del DRIC —ni tendría sentido—. Pero sí puedo prometer que a cualquiera que pida una curiosidad sobre algún tema (o la egocéntrica de la fecha de nacimiento, ¿por qué no?) se la serviré con prontitud y con criterio de escogencia. Es decir, voy a leer todas las que coincidan con la solicitud, a ver cuál me parece a mí más interesante (si no le gusta, pida otra, cómo no). Nomás ponga usted el comentario allí abajito.

En la parte final hay tres índices: uno de “voces y materias”, en el que se busca por temas, y que no se limita a los apartados alfabéticos; uno “patronímico”, en el que se pueden buscar las anécdotas relacionadas con personajes famosos (de la época, claro, y anteriores), y uno de ilustraciones, para ver dibujitos y fotografías ligadas a las anécdotas, como éstas:

DRIC ilustración

También prometo, y eso es de siempre, que sois bienvenidos a Tequia a leer. Declaro permanentemente aquí y en todas partes y a todo el mundo, desde que tengo consciencia del tamaño de la biblioteca, en que esto es público mientras los libros se mantengan adentro.

Y a propósito de Libros, ¿sabíais que «1756. En la India se escribieron libros enteros en hojas de palmera. Las cortaban por igual, y para unirlas se servían de un hilo. Los cantos los doraban o los pintaban, resultando un hermoso libro, aunque hay que reconocer que se parecía más a unos visillos que a un libro de los actuales.»? De esos no tengo acá.

sábado, 9 de abril de 2011

Anaforismos

[La larga ausencia carece de excusa por un tiempo. Luego llega una excusa: un rayo partió la board de mi computador de escritorio, en el que tengo los borradores; regresó hace un par de días, con los borradores intactos.]

Agradezco y dedico a Carlos Fernando Rivera esta entrada. Haberle ayudado como monitor en sus clases y haber escuchado sus observaciones sobre los temas aquí tratados es lo que más le da contenido al artículo.

Aforismos

Oscar Wilde me parece un escritor de maravilla. Me encantó El retrato de Dorian Grey; El cumpleaños de la infanta me dejó pasmado; estallé de risa con El fantasma de Canterville; La balada de la cárcel de Reading, cada vez que la ojeo, me arremolina por dentro… Se suele hablar de su estilo aforístico, de la naturalidad con la que emite frases cortas y profundas. Verbigracia: «El deber es lo que esperamos que hagan los demás.» «Cuando la gente está de acuerdo conmigo siempre siento que debo de estar equivocado.» «La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación.» «Mentir, decir cosas inciertas maravillosamente, es la finalidad adecuada del arte.» Y muchas más.

Durante algún tiempo me dio por hacer eso de condensar ideas en frases cortas. No era por copiarme de Wilde, al que entonces conocía todavía menos. Lo consideré un símbolo de tener ideas claras, y una muestra de ingenio. Emití, por ejemplo: «La vergüenza es la consecuencia de la inconsecuencia.», que suena un poco rimbombante pero me pareció una buena definición. Estoy escribiendo un ensayo cuya tesis es otra de esas frases que hice: «La vida social no es compartir lo personal; es compartir lo propio.» Hay otra, como la anterior, que habla de mi forma de relacionarme con las personas: «Buscar defectos en los hombres es un defecto de los hombres.» (Ahora uso Twitter, como se puede ver a la derecha.)

Existen los dendrólogos, expertos en árboles; los nefrólogos, expertos en anomalías del riñón. Cosas así rebuscadas. Como los paremiólogos, expertos en frases cortas. Son esa gente que recoge, estudia y clasifica los refranes, los aforismos, los epitafios, los dichos… A esas frases se les llama paremias. Y esos estudios se usan en historia, en antropología, en sociología, en psicología, en lingüística… Yo no soy paremiólogo ni mucho menos, pero quiero hacer una inusual clasificación para una usual aplicación de las paremias: me voy a fijar en aquellas que incluyen deícticos, y las voy a aplicar a la correcta escritura de la lengua española. Antes de explicar qué es un deíctico, confieso el objetivo de este artículo.

Tengo un amigo que tiene como uno de sus sueños construir una casa para encerrar a sus amistades en sendas habitaciones, de modo que todos quedemos expuestos ante nuestra mayor fobia. Se había preguntado qué poner en mi cuarto, hasta que un día lo descubrió y me hizo descubrirlo: tapizaría los muros con faltas ortográficas y sintácticas. Estallaría en alaridos ante ello. Casi de seguro lloraría. Es que soy algo compulsivo con el uso del correcto español. Veo un cartel en la calle con una tilde de menos o una coma de más, y saco bolígrafo. Y tras tantas revisiones gramaticales contratadas (pagas y no pagas), he decidido cuáles son los tres errores más generales que comenten los estudiantes al escribir textos académicos. El primero es de carácter estilístico, el segundo de carácter sintáctico, y el tercero, el más interesante, de carácter filosófico. Y ahí vamos.

1. Falsa compacidad

Conocí la palabra deíctico gracias a Carlos Jacobo (sí, Jacobo es el apellido), director de la Sala de Invidentes de la Universidad Nacional de Colombia, ciego por un balazo, filólogo, o algo parecido; hablábamos de cosas varias, y un día me habló de pedagogía, y de los profesores que abusan de los deícticos, creyendo que el tablero lo soluciona:

—Entonces ustedes cogen esto de aquí y lo relacionan con esto otro, y por medio de este proceso de acá llegan a esto.

—Disculpe, profesor —pregunta el ciego—. ¿Qué quiere decir “esto de aquí”? ¿A qué se refiere con “esto otro”? ¿Cuál es “este proceso de acá”? ¿Llegamos a qué?

La mayoría de los profesores, según me contaba Carlos, se molestan ante estas preguntas y exclaman para sus adentros «Qué cieguito tan cansón.» (pero lo revelan en los gestos), y, a veces, de mala gana, responden. Claro, no son todos. Desde entonces decidí que, dado que ser un gran maestro es mi principal sueño, jamás me excederé con los deícticos y por el contrario procuraré evitarlos del todo, por repetitivo que pueda llegar a sonar.

Los bachilleres acostumbran usar muchísimos deícticos, y acostumbran, al mismo tiempo, no saber usarlos. Es como si usted se bañara todos los días, pero sin jabón. Existen tres tipos de deícticos: los deícticos anafóricos, los deícticos catafóricos y los deícticos exofóricos. Retomemos a Wilde para el caso anafórico: «Cualquiera puede hacer historia; pero sólo un gran hombre puede escribirla.» La partícula -la al final de todo se refiere a la historia, que fue mencionada antes. La catafórica se da cuando el referente es mencionado después, como el referente de cosa en «No hay cosa más difícil, bien mirado, que conocer a un necio si es callado.» de Alonso de Ercilla. En la exofórica, no se menciona el referente, está afuera: «¡Si será modesto que se cree inferior a sí mismo!», dice Álvaro de Figueroa y Torres de alguien indefinido.

Pero obsérvese el siguiente caso, tomado de Defensa apasionada del idioma español [1]; en realidad el autor usa el extracto como ejemplo de mala escritura y está plagadísimo de errores (sí, ese par de renglones), pero yo me permito corregir lo que no concierna a nuestra charla sobre deixis: «El servicio de televisión satelital estará suspendido alrededor de cuatro días, durante los cuales se harán impermeables las mismas.» ¿A qué hace referencia ese “las mismas”? Sí, a unas antenas, pero no son “las mismas” antenas.

Pero el primer error común de la lista va más allá de los solos deícticos. En un intento por decirlo todo en pocas palabras, la gente suele abusar de los conectores y sacar cosas como esta:

“El hombre es considerado como el máximo exponente evolutivo dentro de las diferentes especies vivas del planeta, pero después de innumerables estudios, se ha concluido q’ el diseño inteligente de este, no es perfecto, puesto q’ sufrimos de variadas limitaciones físicas y capacidades, vulneración a enfermedades, etc, dadas como consecuencia del proceso evolutivo; q’ en otras especies son inexistentes tales como la vena várice en algunos mamíferos, visuales en aves y peces) o superables como la pérdida de extremidades q’ en algunos reptiles pueden ser regenerados.” [sic] [2]

A eso me refiero con la falsa compacidad. Todo eso, dicho en cuatro frases cortas, habría estado mucho mejor expresado (si bien el contenido tampoco es el correcto).

Mi pelea, más que con la deixis mal usada, es con los conectores en general: “puesto que, ya que, por lo tanto, por ende (especialmente feo), pues,…” Exagerar en su uso equivale a decirle al lector: «Es usted un tonto al que debo decirle qué relación causal tienen estas frases.» Y bueno, si la relación causal quedara bien expresada, me estremezco callado; pero muchas veces el conector es usado a modo de comodín para ensartar otra idea, sin importar el significado mismo del conector. En tales casos, me estremezco a gritos (en vez de “en tales casos”, podría haberse visto ahí un despistado “por lo tanto”).

Recomiendo observar la concreción de las frases de Daniel Coronell o la contundencia de Marguerite Duras, de quien hablaré a continuación. El segundo error común está bilateralmente relacionado con este primero.

2. puntuación improvisada

Tengo una lista jerárquica de cuatro textos encabezada por la puntuación más clásica y culminada por la más revolucionaria:

  • Ursúa de William Ospina
  • El mal de la muerte de Marguerite Duras
  • La tejedora de coronas de Germán Espinosa
  • El cuento de la isla desconocida de José Saramago

(En todos los casos, salvo el de Espinosa y levemente el de Saramago, es posible sustituir el título por cualquier otro del mismo autor.) También me mantengo pendiente de coleccionar fragmentos destacados por la forma en que muestran el buen uso de la puntuación. Quiero conseguir todo el material posible, y el mejor posible, para elaborar un curso completo sobre puntuación, lleno de lecturas y talleres; uno que tenga tal rigor y exija tal dedicación que me consideren loco por proponerlo para un semestre. Que sea un curso obligatorio para todo el que quiera ser bachiller, como lo es ese curso de paremias para regañar que reciben la madres. Porque puntuar no es fácil.

Puntuar no se limita a saber la lista de funciones de cada uno de los signos de puntuación. Eso no hay que aprenderlo como un analfabeto se aprende la lista de compras. Se aprende al ver el buen uso y aplicarlo. El problema de fondo con la puntuación no es, entonces, de memoria; es de estilo. El de fondo es de estilo. Pero aquí en la superficie, en muchos de los estudiantes que me cruzo a diario, está el problema de atención. En la misma búsqueda por decirlo todo en una sola frase quilométrica, olvidan para qué sirve cada signo.

Y si escribirlo todo en una sola frase es elegante, atravesar en ella comas y punto y comas lo es todavía más. Indica que la persona no sólo está redactando sus ideas, sino que de una vez le está indicando a su lector dónde van las pausas y dónde los énfasis. Pues no. Los énfasis y las pausas han de verse en lo escrito en sí mismo, no en una puntuación inventada; la puntuación se lee con pausa, pero no es para pausar. (Y no sobra comentar que los énfasis se evitan, pero si hay que ponerlos, se usa cursiva. O se subraya, si su letra de puño no incluye bastardillas.)

¿Veis que no es fácil puntuar? En este artículo, por ejemplo, aparece siempre bien usado el punto y coma; pero aparece tantas veces que aburre. Eso se arregla aprendiendo a puntuar.

3. Demasiada obediencia

Descubrí la razón por la cual muchos jóvenes no gustan de los libros Ética para Amador y Política para Amador de Fernando Savater. Tiene que ver con los aforismos también; es decir, esto sí tiene que ver con los aforismos. Son jóvenes que están acostumbrados a que les digan cómo ser y qué hacer No necesariamente sus padres, ni sus maestros. Pero sí les dice cómo ser el parche de metaleros del barrio, o la manada de poquemones del centro comercial, o el orientador vocacional de su colegio, si bien este último puede no estarlo haciendo a propósito. El problema es del muchacho. Antes que la literatura ensayística de los trabajos de Savater, prefieren la sentencia fácil de los libros de Coelho, o de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Voy a explicarlo mejor:

Los libros mencionados de Savater (de los cuales he leído solo el primero, así que hablaré únicamente de él) son muestras ejemplificadas de una estructura de pensamiento; se presenta en qué consiste la ética, qué fenómenos estudia, en qué ramas se divide, y da ejemplos basados en sus propias reflexiones al respecto; dice: esto es lo que yo he pensado y lo que yo he concluido frente a estos temas (el respeto, la compasión, la piedad…); pero en ningún momento sugiere siquiera al lector obedecer los preceptos que él ha construido para sí mismo. Al contrario: invita al lector a reflexionar por su cuenta sobre esos temas y tomar sus propias decisiones.

Por otro lado, los textos de Sánchez, por ejemplo, lanzan verdades aforísticas sobre la moral cristiana: le dicen al lector cómo es el mundo y cómo debe comportarse respecto de él. No invitan a la reflexión. Imponen la verdad. Están construidos de modo que quien los lea concluya lo mismo que concluyó el autor, no importa si con los mismos argumentos. Esbozan un hilillo que culmina en frases rimbombantes de poco significado.

En eso consiste el tercer problema. Al estudiante le dicen el aforismo: «Joven, no se dice “habemos”, se dice “hay conmigo”.», y el estudiante repite obediente: «Hay conmigo dos mil personas en la protesta.», en vez de pensar: «Hey, eso suena muy feo. ¿No sería mejor “estamos, somos, participamos” o alguna otra expresión bonita que se ajuste al contexto? ¿Qué tal “En la protesta nos hicimos sentir dos mil personas.”?» Se le advierte: «No se dice “hubieron”.», y el estudiante trata de tonto al que escribe un correcto «Hubieron de llamar a la policía, porque el asunto se estaba complicando.» Se le enseña (erróneamente): «La coma representa una pausa.», y el estudiante, queriendo introducir la entonación desde el papel, escribe: «Romeo, se ha, suicidado. Yo, no podré, vivir más.», cuando existe una norma que prohíbe separar el verbo de sus acompañantes directos (sujeto y objeto) con una coma. Porque la coma no es para detenerse.

Ni los aforismos para seguirse al pie de la letra. Todas esas frases tienen una reflexión de fondo; no se valen por sí mismas. Hay que conocer, para entenderlas bien, los conceptos que a su alrededor construye el autor; los que lo llevan a formularlas. Y hay que conocerlos no para hacerles caso, sino para ver ejemplos de cómo se construye un hilo argumental, de modo que el estudiante construya el propio y “haga su propia frase”: llegue a su propia conclusión.

Pero me desvío del tema. Quiero decir que las fórmulas preceptuadas no tienen por qué ser las mejores. Por ejemplo, comenzar un comunicado con «Por medio de la presente…» me parece grotesco: da la imagen de una persona que, a falta de la capacidad para redactar sus ideas, las pone en un formato en el que sólo con mucha suerte encajarán; y tampoco se preocupa por que encajen.

Hasta aquí la crítica ejemplificada. Antes de las recomendaciones, me atrevo a prometer que traeré más ejemplos sacados de estudiantes. Eso para próximas entradas, o para Twitter.

Respectivas recomendaciones

1. No intente condensarlo todo en una sola frase. Utilice frases cortas. El lector es lo suficientemente inteligente para entender la conexión entre ellas.

2. Sólo ponga signos de puntuación donde esté seguro de que no hacen daño. Antes de apostarse a escribir, apóstese a leer un rato.

3. No me haga caso. Escriba como le plazca.

Nota bene. El libre albedrío debe ser interpretado, y sólo se adquiere tras el conocimiento del terreno en el que de él se disfruta.

Notas bibliográficas

1. GRIJELMO, Álex. Defensa apasionada del idioma español. Punto de Lectura. Madrid, 2004.

2. Como parte de un examen parcial, los estudiantes del curso Metodología de la Investigación I de la Universidad Nacional de Colombia (período 2010 – II), del cual yo era el monitor, debían identificar el argumento del artículo “El diseño inteligente: Voltaire y las hemorroides” de Héctor Abad Faciolince. El enlace oficial en la página de la revista Semana está roto.

3. Un montón de citas sacadas de Wikiquote y con sus respectivos créditos.

4. Un montón de textos mal escritos a los que por decencia no pongo créditos.