sábado, 24 de julio de 2010

Idioma paz

En coincidencia con las fechas de elecciones presidenciales del año 2010 en Colombia, y recordando lo que logró la Séptima papeleta en el año de mi luz, un nuevo proyecto de nivel nacional se está esparciendo. Se le llama Mandato por la Paz; lo conozco debido a mi trabajo con la Personería de Bogotá, y he tenido ganas de participar en él; aún las tengo. Este artículo sin cháchara introductoria y con pocos chistes de ocasión lo escribo para presentar seriamente las razones por las que no lo he hecho, la propuesta de cambio que tengo y el comprometedor trabajo que en ella desempeñaría.

Espero no ser la única persona que quedó aguardando más discurso cuando se le presentó el proyecto. Me hablaron de él, y hubo dos cosas que no encajaron bien en lo que yo categorizaría como proyecto político o social de amplitud nacional. La primera que menciono es la segunda que surgió y es la menos relevante de las dos, pero más tarde servirá como desvío hacia mi propuesta; se trata del exceso de parsimonia y ritualidad en que consiste la propagación directa del Mandato, y se complementa con la mención de que incluso la firma con la que cada quien se compromete a divulgar el proyecto es simbólica casi en absoluto, cosa que fue efectivamente dicha por las cabezas organizativas; la incompleta pertinencia de esto será tratada más adelante. La segunda objeción es la que fundamenta la presente réplica; es, principalmente, que los objetivos específicos están incompletos, y el hueco es grande, pero para explicarla bien me extenderé un par de párrafos.

Cuando se me mencionó Mandato por la Paz comencé a sentir que flotaba por encima de las nubes y a esbozarme un paraíso; cuando se habló de recolectar firmas y repartir volantes, y cuando unos amigos me comentaron que hicieron tal cosa bajo la lluvia, descendí un poco y entendí que para subir a ese paraíso necesitaba primero estar debajo de las nubes. Seguía, sin embargo, muy arriba. De allí no bajé más, y nunca descendí suficiente: me quedé esperando a que me pusieran en un punto que no incite al vértigo. Quiero con esto decir que la propuesta está muy abstracta en este sentido:

Su objetivo es claro: comprometer al presidente electo con el artículo constitucional que reza: «22. La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento.», que por demás forma parte del capítulo De los derechos fundamentales. El hecho de que el presidente represente al pueblo no significa, por supuesto, que de su concepto de paz dependa nuestra armonía futura. Significa, por el contrario, que de nuestro concepto de paz dependen sus acciones en ese sentido, sin importar si sus ideas al respecto coinciden. ¿Pero cuál es el concepto de paz de los colombianos como pueblo? Eso no existe, por una razón de naturaleza semántica y moral: En una conferencia dada por Timothy Reagan el año pasado titulada The Construction of Language, se cita la siguiente aseveración del historiador Carl Lotus Becker:
Cuando me topo con una palabra que no me es familiar en absoluto, me parece una buena idea buscarla en el diccionario y encontrar qué piensa alguien más que significa. Pero cuando tengo que usar con frecuencia palabras que son perfectamente familiares a todo hombre, palabras como causa, libertad, progreso y gobierno; cuando tengo que usar palabras de esta clase, que todo el mundo conoce perfectamente bien, lo más sabio que puedo hacer es tomarme una semana y pensar en ellas. “Idioma” es un caso maravilloso, a mi modo de ver, de palabra para tomarse una semana. Es uno de esos términos que usamos todo el tiempo y asumimos que sabemos lo que queremos decir con ellos. [No sé cuál es la publicación de origen. La traducción del inglés es mía.]
Para el caso, imaginad que la palabra “idioma” es sustituida por “paz”. He ahí el problema del término. La tesis de la conferencia es “no existe cosa alguna llamada inglés” (there is not such a thing as English), como idioma, y esto lo generaliza para cualquier lengua. Su sustento principal es la cita anterior, que evidencia la indefinición del concepto mismo de “idioma”. (Hay un problema de traducción que resuelvo en este paréntesis: en inglés existe la feliz coincidencia, feliz para este caso, triste para otros, de que “language” significa tanto “idioma” como “lenguaje”. Me pareció, dada la tesis, que el primer término resultaba mejor aquí.) Y así como no existe algo llamado español, una lengua de igual naturaleza conceptual en más de un individuo, tampoco existe el idioma “paz”. Sin embargo, todos tenemos una idea de lo que es; cada quien, luego de su semana libre, le ha dado un significado. De allí, y de que la Constitución lo exige, que sea necesario construir un concepto de paz para Colombia. Si hemos llegado a acuerdos de tanta aceptación como la Declaración Universal de los Derechos Humanos o, aquí adentro, la misma Constitución de 1991, creo que se puede establecer una idea general y generalizadamente aceptada de lo que entendemos por paz. Que resulte una larga lista de ideas sueltas, un discurso argumentativo o una síntesis de tres palabras depende ya del método y de los participantes.

Insisto en que quiero trabajar con el proyecto. Los amigos que han estado activos me comentan que son llamados a horas novelescas para asistir a jornadas de repartición de volantes y recolección de firmas; y a pesar de que considero esto importante, pues un proyecto nacional sin firmas ni respaldo es una rana coja (o peor, una cana roja), no es el tipo de trabajo para el que me haría miembro activísimo del equipo; lo haría, claro, pero durante los ratos libres del horario de oficina que me impondría la siguiente propuesta. Me preguntaba yo, mientras lavaba la loza (porque qué mas se hace en esos momentos), cómo trabajaría en el proyecto, y me imaginaba leyendo informes, y redactando síntesis, y enviando cartas, oficios y memorandos desde las cumbres de un escritorio atiborrado; un trabajo organizativo. Recordemos que el resultado depende del método. Fue entonces cuando, completando el tercer párrafo, caí al suelo amortiguado por voces ávidas y resmas y resmas de papel; mi imagen significante de Mandato por la Paz dejó de ser una pluma flotante del ave más aburrida que exista y se convirtió rápidamente en algo duro, bonito, diverso y teleológico, como un anillo de topacio y corindón.

Recordé la conformación altamente participativa del Plan Nacional Decenal de Educación, que recogió ideas de todas partes y por muchos medios, generó representatividades y consolidó un documento de construcción democrática; yo estuve ahí. Pero ¿por qué generar nuevas representaciones si ya existen unas seleccionadas por votación popular, o sea, al menos en principio, aceptadas? Se usen ésas o se generen otras, el trabajo de recolección de firmas tendría una nueva tarea, una concreta: preguntar a cada transeúnte abordado: «¿Qué piensa usted que es la paz?»; por ése y otros medios se terminaría construyendo un documento final. Yo me ofrezco como recolector y organizador. Así el proceso es menos simbólico; yo mismo, como estudiante de matemáticas y estudioso de la lingüística, la semántica y la semiótica, sé que los símbolos son una cosa muy importante; pero fuera de sus propios campos de estudio, en los procesos reales, deben subordinarse a las entidades y, sobre todo, a las acciones que representan. Mi posición al respecto esta expresada en el artículo Caminando con los dedos.

¿Para qué el documento final, y por qué declaro con tanta seguridad que no es algo simbólico sino una acción concreta? En primer lugar, para que el presidente electo Juan Manuel Santos, cuando reciba el Mandato este 7 de agosto de 2010, no nos haga depender de lo que él entiende por paz, sino que haya ante qué reclamarle legalmente en caso de que no atienda la idea del pueblo. No pretendo, desde luego, que en las dos semanas que quedan se tenga consolidado el trabajo; pero en cuanto esté listo se le lleva al presidente y se le dice: «Mire, usted se comprometió con esto.» En segundo lugar, porque si existe un concepto definido de paz, todo mandatario, y todo ciudadano, va a tener obligación de cumplirlo, porque la constitución lo dice y se va a saber a qué se refiere exactamente cuando lo dice. Así, incluso —y disculparán los gestores—, el Mandato resultará un objeto protocolario dispensable.

Propongo ese cambio de enfoque, y lo dirijo a Pablo Rueda & children, cabezas iniciales del Mandato, si no me equivoco; ofrezco mi tiempo, mi paciencia burocrática y las habilidades discursivas que se me quieran admitir. Me presto para discutir este orden: Bien sea apelando a ediles, alcaldes, concejos, gobernaciones y senado, o inventando un complicado sistema cuya financiación requeriría mucho tiempo y varios proyectos adicionales, la misión del Mandato por la Paz sería impulsar una actividad masiva y democrática de manera que en adelante se dedique a hacer veeduría y codear por el costado a las entidades que laboren en la construcción de un papel oficial que diga: «Esto es la paz para los colombianos, dos puntos…» Punto.