miércoles, 17 de febrero de 2010

Toca

[La introducción quedó bastante larga y no quiero acortarla; si algún aburrido quiere ir al punto, comience a leer desde el sexto párrafo.]

A mi abuela materna, que vive ahora en Fusagasugá, le agradezco sobre todo tres cosas: haberme enseñado a leer desde los tres años, haberme enseñado a apreciar la caligrafía, y haberme inculcado el gusto por memorizar poemas. Mi inventario de poemas memorizados no es muy grande, han de ser un poco menos de treinta que últimamente por la poca práctica he estado olvidando de a pedazos; ya, por ejemplo, no recuerdo completo Latinogreiffería, del libro Nova et vetera de León de Greiff; es cuestión de tomar el libro y refrescarme. En clase, mientras no esté tomando apuntes o emotivamente concentrado en la explicación del profesor (o del estudiante que un buen profesor ha de hacer pasar al tablero), generalmente me pongo a practicar caligrafía; y también casi siempre que tengo tinta y papel a la mano. Y bueno, leer es cosa de todos los días para una persona decente… Se llama Ofelia, la mamá de mi mamá.

Ahora es cristiana y reniega de las iglesias –dice que son «la religión del diablo»–; anda con su Biblia, envía dinero a las comunidades religiosas y considera bueno un programa de televisión sólo si es transmitido por Enlace TBN. Antes fue católica; trabajó como profesora de escuela primaria durante mucho tiempo, enseñando, precisamente, a leer, y a otras cuestiones básicas de la educación de los niños, como las operaciones numéricas, la poesía, la buena conducta y, bueno, los principios católicos, que ella, por desgracia, consideraba incluidos entre lo importante. Pero quedémonos con lo que en serio pesa: la alfabetización. Ella enseñaba a leer y a escribir, y lo hacía de una manera muy eficaz y muy entretenida. Usaba loterías. Tomaba una imagen de alguna revista, la pegaba a una cartulina y la cortaba, escribiendo, con su bella caligrafía, una palabra en la parte de atrás de cada pieza; otra cartulina del mismo tamaño era dividida con trazos tal como lo fue la anterior, y en cada cuadro iba un dibujo, representación de una de las palabras escritas. Si el niño ubicaba correspondientemente las fichas, se veía la imagen de revista. Y esto se complementaba con el aprendizaje de poemas de memoria, que dotaba a la lectura de los caracteres, aprendida con el primer método, de esa expresividad que de no existir aburre al auditorio.

Gracias a personas como mi abuela Colombia es un país con alto grado de alfabetización. Gracias a gente como ella hay muchas personas que desde la niñez aprenden a leer. Y por eso ahora es más difícil encontrar a un adulto que no sea capaz de entender lo escrito. Pero en esa época eso era muy frecuente. Había muchísimos adultos que no tenían idea del significado, o de la equivalencia fonética, de las figuritas esas que tan bonitas le quedan a mi abuela. Y pensando en eso, en los colegios se impuso una actividad llamada «alfabetización»: a todo estudiante de educación media, para poderse graduar, le toca completar ochenta horas de trabajo en yo no sé qué clase de lugar en el que varias personas adultas se reunían a aprender a leer. Y así se disminuyó aún más la tasa de analfabetismo.

Ahora casi todos los colombianos sabemos leer y escribir (o eso dicen las estadísticas), pero el proyecto de alfabetización, bajo un nuevo nombre, sigue existiendo. Se llama «servicio social» –algunos profesores “de vieja escuela” le dicen todavía por su antiguo nombre–, y exige de los estudiantes trabajar ochenta horas en alguna labor comunitaria. Ejemplos: cuidar niños, cuidar ancianos, trabajar en bibliotecas, trabajar con organizaciones promotoras de paz, enseñar a leer, trabajar con discapacitados. Cursando yo mis primeros días de décimo grado (primero de educación media), la coordinadora de bienestar del colegio llegó al salón y enunció las opciones para el servicio social. Antes de que hubiera terminado, en cuanto mencionó cierta opción, yo me decidí inmediatamente por ella. Fui a hacer la “alfabetización”, y efectivamente aprendí a leer.

En la Universidad Nacional existe un lugar especialmente equipado para personas que no pueden ver, o que ven muy poco. Algunos les llaman “discapacitados visuales”; otros les llaman “invidentes”; yo, enemigo de los eufemismos, les digo con todo el respeto “ciegos”. El lugar es la sala de invidentes, que entonces estaba en el costado occidental del primer piso de la Biblioteca Central. Hay allí computadores con software para ciegos, libros en braille, grabadoras de voz y personas. Allí presté yo el servicio social. Siempre me ha parecido que los ciegos son personas con presencia, con «poder espiritual» por decirlo de alguna forma. Mi trabajo consistía en ayudarles a encontrar libros en la biblioteca, leerles en voz alta, realizar búsquedas en la red y grabar textos (así, por ejemplo, conocí a Arturo Pérez-Reverte, de quien grabé gran parte de La reina del sur); nunca hice la cuenta de la cantidad de horas que llevaba, y creo que alcancé a superar las ciento veinte; tanto me agradaba ese trabajo. En los ratos libres aprendí a leer braille, y disponía de material para practicar.

Seis puntosNo dispongo de un método como el de mi abuela para enseñar a leer braille por acá, pero haré la cosa más didáctica para quien me lo pida; por ahora, va una cosa un poco formal para mostrar el libro que se toca. El antiguo sistema de lectura para ciegos era ridículo: hacían los mismos caracteres del alfabeto pero en relieve y enormes, para asegurar que se pudieran reconocer. Entonces un muchacho francés ciego, Louis Braille, decidió diseñar un sistema más cómodo y le fue dado su nombre a un alfabeto basado en la configuración de seis puntos en relieve. Los puntos se llaman 1, 2, 3, 4, 5 y 6, y permiten sesenta y cuatro combinaciones. El sistema que Braille inventó es sencillo. Yo lo resumo como: “aprender a leer braille es aprender a contar hasta diez tres veces”; esto partiendo de que la persona se sepa sólo el orden alfabético. Casi todos los símbolos del alfabeto Braille parten de diez símbolos básicos, que se corresponden con las diez primeras letras del abecedario. Estos diez símbolos utilizan sólo los puntos 1, 2, 4 y 5; observando la imagen al margen se pueden construir mentalmente con facilidad, y así resultan más fáciles de recordar. Y aquí va el primer conteo: a = 1; b = 12; c = 14; d = 145; e = 15; f = 124; g = 1245; h = 125; i = 24; j = 245. De ahí en adelante es usar el mismo orden y agregar el punto 3; cuando esos se acaben, se agrega, además, el punto 6. Hay una excepción: w = 2456; como prácticamente no se usa en francés, no fue tenida en cuenta por Braille en la lista anterior, y su código fue asignado cuando un chico inglés le preguntó por ella. El pobre inventor se quedó pensando en que debía reformar varios caracteres para incluir esa letrilla, hasta que un inteligente amigo le dijo que no fuera bruto, que bastaba con asignar una de las combinaciones que aún no había usado. Y así nació la w.

Otra rara es ñ = 12456, que en francés es el símbolo de la ï. Eso en español no existe, sólo lo escribe quien escribe sobre braille para decir que no se escribe. Y, claro, las vocales tildadas y la ü también tienen símbolos especiales; helos en imagen, para mejor visualización (los puntos blancos son los que van en relieve):
Vocales acentuadas

Segundo conteo: Una vez aprendido el orden de esos símbolos, aprenderse los números es muy fácil: son iguales a las diez primeras letras –siendo la j el 0–, sólo que anteponiendo el “signo generador de número”, 3456. Y las mayúsculas son igualmente fáciles: la misma letra con el “signo generador de mayúscula”, 46, antes de ella. Para los títulos suele usarse 46 dos veces seguidas, indicando que todo el renglón va en mayúsculas.

En principio debería existir aquí un tercer conteo, correspondiente al orden de los signos de puntuación; hecho eso, cada signo se corresponde según su posición con una de las diez primeras letras, sólo que el símbolo se ubica en los cuatro puntos de abajo. Sin embargo, en español, aunque se han conservado varios de estos signos, se han adoptado otros, expuestos en la imagen que sigue:
Puntos
Es de entenderse que siendo esto de origen francés, sólo haya un símbolo para la admiración y uno para la interrogación; en español, entonces, abrimos y cerramos con el mismo.

Esta vaina es se parece a LaTeX™, un programa de computador que gracias a mi profesor de topología he aprendido a usar en buena medida y lo voy disfrutando. Es como un lenguaje de escritura que permite la inserción de muchas notaciones. Como decía, se parece: hay un conjunto de signos para cada función. El que acabo de mostrar es el de la escritura literaria, pero existen, por ejemplo, notaciones para la música y para la matemática; no sé si haya una para la fonética, la de LaTeX™ es muy buena. También hay un buen juego de símbolos dobles para representar signos extraños, como © = 5.14, £ = 45.123 o § = 5.1234. Los símbolos dobles se hacen entendibles porque el primero de sus miembros es como el Alt del computador, no tiene significado si se presiona solito.

Yo aprendí a leer esto porque me gusta todo lo que tenga que ver con lenguajes –ya sabéis, idiomas, alfabetos, lingüística, locución, escritura,…–, y también porque mis ojos no funcionan del todo bien (de hecho bastante mal) y resulta cómodo dejar de usarlos de a ratos. ¿Dónde consigo libros? En la sala de invidentes de la universidad, donde me conocen y me aprecian, y donde aceptan a cualquiera que quiera ayudarles con sus cosas. Pero, también lo aprendo porque me es útil como esa persona que soy que no es capaz de aprender algo sin llegar a enseñarlo. Incluso he intentado ser tacaño con algo: la caligrafía; me dije que a nadie le enseñaría a escribir bonito, pero no soy capaz de callar si me piden ayuda al respecto, y en cambio busco la mejor forma de hacerme entender (lo que evidentemente no he implantado del todo en esta ocasión). Este artículo desde luego no le sirve a alguien que no vea, pero le sirve al que tal vez no verá (no me toméis por pesimista), y le sirve al que ve para enseñarle al que no. Tú ves. El ciego toca. Tú puedes tocar. Al ciego le toca. Como despedida, os dejo con la canción Hit the Road, Jack, compuesta por Percy Mayfield e interpretada por Ray Charles, un ciego que toca:

    
Hit the Road, Jack

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